APUNTES Y RELATOS

Buscar este blog

jueves, 28 de mayo de 2015



(ORGIVA)

AIRE
No protestó a pesar de la lobreguez del dormitorio, demasiada preocupación reinaba en la familia. Dormiría solo entre el frío que aquellos muros parecían transpirar y respirar a través de sus poros, sobre la alta cama igual que un túmulo, ásperas frazadas,
en el húmedo aire de encierro del viejo hogar que sólo los recibía pocas veces al año, quizá por verano, quizá como entonces, intuyó él, para un asunto de aquéllos que hacían reunirse y murmurar a las viejas del lugar sobre maldiciones y almas endemoniadas.

Aunque el viaje fuera silencioso, de gestos contraídos, de palabras concisas, aunque nadie se lo explicara, él intuyó una indefinible gravedad en el asunto que hacía volver a su padre a la cuna de sus primeros años, allá en El Mulhacén, 3.480 metros sobre el mar, esa quimera. Y recordaba que desde la cima blanca se veía la bruma en días claros, y en verano, sí, incluso los barcos, juguetes lejanos, cuando su padre lo alzaba de la cintura.

Pero esta vez las manos de su padre permanecen rígidas en el volante, y su hijo no acierta con las palabras que definan la exactitud de los contrastes, los misterios que operan en las súbitas variaciones del carácter de los adultos y en los vaivenes del mundo, aunque intuye, sólo intuye… que aquel viaje no había sido programado, sino resuelto a última hora tras una deliberación cuajada de susurros, de la que había sido cariñosa y apuradamente excluido en su casa de Granada. Se equivocaron creyéndolo vencido por el sueño, pues el aire creado en el ambiente no le había dejado dormir y sí los ojos y los oídos muy abiertos a frases y palabras inconexas, recreando desde su cama las impresiones de un paisaje, Órgiva, que mañana volverían a colmarle con un significado que sospechó distinto después de la llamada intempestiva desde el pueblo de sus ancestros.

Así que no preguntó, dejó que sus huesos lo llevaran entre el mueble ropero y el camastro, el espejo partido devolviendo su menuda silueta de siete años en fragmentos inconexos, y al fondo la penumbra de una habitación vetusta, difunta, el chirrido de pesados cajones, el arcón de herrumbroso candado, la lámpara inservible de recargados vidrios que titilaban si el aire de la sierra invadía la pieza por los intersticios del techo, una habitación que olía a naftalina y a espliego fúnebre, y él descubrió que no era miedo, no, sino otro estado de ser  de inaugurada presencia en su mundo casi estrenado de sensaciones.

Madre había dejado la maleta sobre la cama, y una vela encendida en la mesita de noche:

-         Saca el pijama, póntelo y duerme, hijo.


Y ahora sí, ahora por fin atreverse a la pregunta, a una tímida exploración en la dulzura ligeramente afligida de madre y su secreto, un afán que consideró legítimo, capaz:

- ¿Qué le corre, madre, a tía Ambrosia?

No contestó, y con un beso de buenas noches cerró la puerta.

Abajo susurros, puertas que se abrían a media voz para recibir presencias taciturnas, inquietantes, revestidas de autoridad, y él pensó, presintió, recordó un olor a café recién hecho ascendiendo las anchas escaleras, mezclándose con el de velas temblorosas y con el frío de la calle que se colaba con las visitas, el hálito de aquellas almas recogidas en una oración apenas bisbiseada por sus padres, por algún tío, por el cura, porque seguro que era el cura, y acertó, alerta tras la madera de la puerta que acabaría cediendo a su curiosidad, y a tientas luego por una niebla de presentimientos que toman fuerza allá a lo lejos, en las deshabitadas calles de la noche, cuando las brujas salían al pretil y el viento incendiaba de rojo sus caras, según las escenas que tía Ambrosia contase al niño recogido en su rezago, el último verano…

Tras el pasillo un vestíbulo, sus manos de parapeto reconociendo, esquivando muebles de aromas rancios, gigantescos en la oscuridad, una arqueta para documentos, aquel crucificado de marfil del siglo XVII quizá, los hierros de un hogar sin llamas, su tía Ambrosia surgiendo más allá como un consuelo de luz frente a la noche y los presagios en torno al niño que avanza sin miedo, porque no es miedo, él lo ha sabido sin palabras, sino algo más, un misterio que lo empuja a cruzar puertas prohibidas, tentado por la fascinación de lo que intuye sagrado, vinculado a criaturas nacientes de las historias de tía Ambrosia, donde arpías y faunos abandonan los bosques y las cimas para reunirse con nosotros, tía Ambrosia llevándole la merienda a la cama, su silueta escuálida, oscura y soltera por estancias y pasillos, sin jamás traspasar las fronteras de Órgiva como una vocación de sacerdocio. Nunca,  nunca me verán en la ciudad, no me arrancaréis del recinto sagrado de mis padres, juró aquella vez aferrándose con fuerza a la panoplia mientras su rostro se encogía en una desafiante mueca de horror contra el hermano. Aquella vez, sí… Lo recuerda ahora con ligero pasmo, cuando su madre apenas tuvo tiempo de ocultarle la escena cubriendo sus ojos y llevándoselo con urgencia a jugar entre las higueras del patio…


Ya alcanza el último escalón de las escaleras, ya atisba las velas al fondo, aunque sólo sea su resplandor el que permite a sus ojos adivinar formas cuyas sombras se alargan en los racimos de hongos grises que el invierno hace germinar en las paredes de la casona, un padrenuestro susurrado en un latín de lápidas de iglesia y duplicado por un coro de voces afligidas entre las que reconoce a padre, a madre, a uno de los tíos cuyo nombre no recuerda, y aquel bisbiseo contrito, monótono, acompañado por una respiración de origen monstruoso, sobrehumano, acaso el ritmo sostenido de un quejido mitad animal, mitad humano que va creciendo, ahora el sonido dorado de una tímida campanilla rasgando el velo de oscuridad, ahora un crujir de vigas de madera, cuando es ella, aseguraría para sus adentros, es tía Ambrosia diciéndoles algo en lenguas ignotas, agarrado a los últimos barrotes de la escalera, absorto en el juego de sombras y siluetas que parecen de rodillas, proyectadas por una luz vaporosa, indirecta. ¡ Sí, es tía Ambrosia la que nos ha sacado de Granada, la que los ha entristecido el alma, piensa con otras palabras, al final de la escalera, en su soledad furtiva, expectante, adormecida y sin miedo…  
                                     
Cuando entonces formas que se agitan en el muro de las sombras con una violencia contenida, conjuros, sabría años después, cediendo a pesar del silencio impuesto en la voluntad de  aquellas compañías piadosas, temerosas de Dios y del demonio, un varal que al caer interrumpe el opaco silencio con una vibración de metal insoportable, sobrecogiendo el alma del niño, una rabia aprisionada en las órdenes de la autoridad cuyo brazo se alza como un juez del firmamento entre las sombras de la pared para arrojar las gotas de un secreto elixir sobre la forma tendida, irregular, jadeante, temblorosa de la tía, una vez, y otra vez, con violencia, con determinación, vade retro, vade retro llegando a sus oídos con rabia contenida, lamentos e imploraciones alrededor bajo latines dirigidos a otra presencia que él no ve y sabe que ellos tampoco, acaso presentida,  temida  en la última fibra de sus almas asustadas, exigiendo que abandone el cuerpo de tía Ambrosia por el poder que Él otorga, alaridos de animal con pezuña rasgando las entretelas de la noche, remontando y quedando en el aire de la casona habitada todo el año, como un dolor vagabundo e inmemorial, por su tía.


No sabrá el niño en qué momento se durmió, ni cuando unas manos lo devolvieron dulcemente al calor de las sábanas, besando su carita de ángel reluciente sobre la tiniebla, no sabe, no sabrá el desenlace por el que nunca preguntó, pues al despertar, disuelta la pesadilla en oleadas de sol, un pájaro cantó en su ventana y se animaron los gallos, y se despertó la alondra, y mugieron los bueyes rumbo a las prados, y madre abrió la puerta con el desayuno en la bandeja:

- Vístete. Volvemos a Granada


El coche enfiló el sendero, atrás una cima de las muchas que coronan El Mulhacén, blanca, con una cortina de bruma todavía enredada, luego el descenso, los tres más animados, por tierras de chirimoyos, cañas y aguacates, cuando aún, del sueño reciente, se cruzan palabras con figuras que brotan del humus inmemorial, perfiles indelebles, y entonces una pregunta sin miedo, fundamentada en su inocencia:

- ¿Por qué no nos hemos despedido de tía Ambrosia?

- Aún dormía, Miguel. Aún duerme…

Desde entonces, tal vez el eco de una ventana, tal vez un lamento, es suficiente para devolverlo a los confines de la noche aquélla, la casona fue vendida, demolida, tía Ambrosia desterrada de las conversaciones y los retratos enmarcados de la sala, sin pasado, casi sin perfil en su memoria Y desde entonces el correr de las lunas, sus crecientes y menguantes, acabarían depositando en su mente un olor que anegaba la cabeza de recuerdos, recuerdos concentrados en la misma escena, y al fondo, como de un espejo grande y partido, la silueta enteca, amorosa, los pedazos del enigma colindantes en su tía.

1 comentario:

Gracias por tu participación