(ORGIVA)
AIRE
No protestó a pesar de la lobreguez del dormitorio, demasiada
preocupación reinaba en la familia. Dormiría solo entre el frío que aquellos
muros parecían transpirar y respirar a través de sus poros, sobre la alta cama
igual que un túmulo, ásperas frazadas,
en el húmedo aire de encierro del viejo
hogar que sólo los recibía pocas veces al año, quizá por verano, quizá como
entonces, intuyó él, para un asunto de aquéllos que hacían reunirse y murmurar
a las viejas del lugar sobre maldiciones y almas endemoniadas.
Aunque el viaje fuera silencioso, de gestos contraídos, de palabras
concisas, aunque nadie se lo explicara, él intuyó una indefinible gravedad en
el asunto que hacía volver a su padre a la cuna de sus primeros años, allá en
El Mulhacén, 3.480 metros sobre el mar, esa quimera. Y recordaba que desde la
cima blanca se veía la bruma en días claros, y en verano, sí, incluso los
barcos, juguetes lejanos, cuando su padre lo alzaba de la cintura.
Pero esta vez las manos de su padre permanecen rígidas en el volante, y
su hijo no acierta con las palabras que definan la exactitud de los contrastes,
los misterios que operan en las súbitas variaciones del carácter de los adultos
y en los vaivenes del mundo, aunque intuye, sólo intuye… que aquel viaje no
había sido programado, sino resuelto a última hora tras una deliberación cuajada
de susurros, de la que había sido cariñosa y apuradamente excluido en su casa
de Granada. Se equivocaron creyéndolo vencido por el sueño, pues el aire creado
en el ambiente no le había dejado dormir y sí los ojos y los oídos muy abiertos
a frases y palabras inconexas, recreando desde su cama las impresiones de un
paisaje, Órgiva, que mañana volverían a colmarle con un significado que
sospechó distinto después de la llamada intempestiva desde el pueblo de sus ancestros.
Así que no preguntó, dejó que sus huesos lo llevaran
entre el mueble ropero y el camastro, el espejo partido devolviendo su menuda
silueta de siete años en fragmentos inconexos, y al fondo la penumbra de una habitación
vetusta, difunta, el chirrido de pesados cajones, el arcón de herrumbroso
candado, la lámpara inservible de recargados vidrios que titilaban si el aire
de la sierra invadía la pieza por los intersticios del techo, una habitación que olía a naftalina y a espliego
fúnebre, y él descubrió que no era miedo, no, sino otro estado de ser de inaugurada presencia en su mundo casi
estrenado de sensaciones.
Madre había dejado la maleta sobre la cama, y una
vela encendida en la mesita de noche:
-
Saca el pijama, póntelo y duerme, hijo.
Y ahora sí, ahora por fin atreverse a la pregunta, a
una tímida exploración en la dulzura ligeramente afligida de madre y su
secreto, un afán que consideró legítimo, capaz:
- ¿Qué le corre, madre, a tía Ambrosia?
No contestó, y
con un beso de buenas noches cerró la puerta.
Abajo susurros, puertas que se abrían a media voz para recibir presencias
taciturnas, inquietantes, revestidas de autoridad, y él pensó, presintió,
recordó un olor a café recién hecho ascendiendo las anchas escaleras, mezclándose
con el de velas temblorosas y con el frío de la calle que se colaba con las
visitas, el hálito de aquellas almas recogidas en una oración apenas bisbiseada
por sus padres, por algún tío, por el cura, porque seguro que era el cura, y acertó,
alerta tras la madera de la puerta que acabaría cediendo a su curiosidad, y a
tientas luego por una niebla de presentimientos que toman fuerza allá a lo
lejos, en las deshabitadas calles de la noche, cuando las brujas salían al
pretil y el viento incendiaba de rojo sus caras, según las escenas que tía
Ambrosia contase al niño recogido en su rezago, el último verano…
Tras el pasillo un vestíbulo, sus manos de parapeto
reconociendo, esquivando muebles de aromas rancios, gigantescos en la
oscuridad, una arqueta para documentos, aquel crucificado de marfil del siglo
XVII quizá, los hierros de un hogar sin llamas, su tía Ambrosia surgiendo más
allá como un consuelo de luz frente a la noche y los presagios en torno al niño
que avanza sin miedo, porque no es miedo, él lo ha sabido sin palabras, sino
algo más, un misterio que lo empuja a
cruzar puertas prohibidas, tentado por la fascinación de lo que intuye sagrado,
vinculado a criaturas nacientes de las historias de tía Ambrosia, donde arpías
y faunos abandonan los bosques y las cimas para reunirse con nosotros, tía
Ambrosia llevándole la merienda a la cama, su silueta escuálida, oscura y
soltera por estancias y pasillos, sin jamás traspasar las fronteras de Órgiva
como una vocación de sacerdocio. Nunca, nunca me verán en la ciudad, no me arrancaréis
del recinto sagrado de mis padres, juró aquella vez aferrándose con fuerza a la
panoplia mientras su rostro se encogía en una desafiante mueca de horror contra
el hermano. Aquella vez, sí… Lo recuerda ahora con ligero pasmo, cuando su
madre apenas tuvo tiempo de ocultarle la escena cubriendo sus ojos y
llevándoselo con urgencia a jugar entre las higueras del patio…
Ya
alcanza el último escalón de las escaleras, ya atisba las velas al fondo,
aunque sólo sea su resplandor el que permite a sus ojos adivinar formas cuyas
sombras se alargan en los racimos de hongos grises que el invierno hace
germinar en las paredes de la casona, un padrenuestro susurrado en un latín de
lápidas de iglesia y duplicado por un coro de voces afligidas entre las que
reconoce a padre, a madre, a uno de los tíos cuyo nombre no recuerda, y aquel
bisbiseo contrito, monótono, acompañado por una respiración de origen
monstruoso, sobrehumano, acaso el ritmo sostenido de un quejido mitad animal,
mitad humano que va creciendo, ahora el sonido dorado de una tímida campanilla
rasgando el velo de oscuridad, ahora un crujir de vigas de madera, cuando es
ella, aseguraría para sus adentros, es tía Ambrosia diciéndoles algo en lenguas
ignotas, agarrado a los últimos barrotes de la escalera, absorto en el juego de
sombras y siluetas que parecen de rodillas, proyectadas por una luz vaporosa,
indirecta. ¡ Sí, es tía Ambrosia la que nos ha sacado de Granada, la que los ha
entristecido el alma, piensa con otras palabras, al final de la escalera, en su
soledad furtiva, expectante, adormecida y sin miedo…
Cuando
entonces formas que se agitan en el muro de las sombras con una violencia
contenida, conjuros, sabría años después, cediendo a pesar del silencio
impuesto en la voluntad de aquellas
compañías piadosas, temerosas de Dios y del demonio, un varal que al caer
interrumpe el opaco silencio con una vibración de metal insoportable,
sobrecogiendo el alma del niño, una rabia aprisionada en las órdenes de la
autoridad cuyo brazo se alza como un juez del firmamento entre las sombras de
la pared para arrojar las gotas de un secreto elixir sobre la forma tendida,
irregular, jadeante, temblorosa de la tía, una vez, y otra vez, con violencia,
con determinación, vade retro, vade retro llegando a sus
oídos con rabia contenida, lamentos e imploraciones alrededor bajo latines
dirigidos a otra presencia que él no ve y sabe que ellos tampoco, acaso
presentida, temida en la última fibra de sus almas asustadas,
exigiendo que abandone el cuerpo de tía Ambrosia por el poder que Él otorga,
alaridos de animal con pezuña rasgando las entretelas de la noche, remontando y
quedando en el aire de la casona habitada todo el año, como un dolor vagabundo
e inmemorial, por su tía.
No
sabrá el niño en qué momento se durmió, ni cuando unas manos lo devolvieron
dulcemente al calor de las sábanas, besando su carita de ángel reluciente sobre
la tiniebla, no sabe, no sabrá el desenlace por el que nunca preguntó, pues al
despertar, disuelta la pesadilla en oleadas de sol, un pájaro cantó en su
ventana y se animaron los gallos, y se despertó la alondra, y mugieron los
bueyes rumbo a las prados, y madre abrió la puerta con el desayuno en la bandeja:
-
Vístete. Volvemos a Granada
El coche enfiló el sendero, atrás una cima de las
muchas que coronan El Mulhacén, blanca, con una cortina de bruma todavía
enredada, luego el descenso, los tres más animados, por tierras de chirimoyos,
cañas y aguacates, cuando aún, del sueño reciente, se cruzan palabras con
figuras que brotan del humus inmemorial, perfiles indelebles, y entonces una
pregunta sin miedo, fundamentada en su inocencia:
- ¿Por qué no nos hemos despedido de tía Ambrosia?
- Aún dormía, Miguel. Aún duerme…
Desde entonces, tal vez el eco de una ventana, tal
vez un lamento, es suficiente para devolverlo a los confines de la noche
aquélla, la casona fue vendida, demolida, tía Ambrosia desterrada de las
conversaciones y los retratos enmarcados de la sala, sin pasado, casi sin
perfil en su memoria Y desde entonces el correr de las lunas, sus crecientes y
menguantes, acabarían depositando en su mente un olor que anegaba la cabeza de
recuerdos, recuerdos concentrados en la misma escena, y al fondo, como de un
espejo grande y partido, la silueta enteca, amorosa, los pedazos del enigma
colindantes en su tía.
Orgiva maravilloso paisaje , lo recominedo
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